Ojala mi padre hubiese sido como mi perro!
Amo más a mi perro que a mi padre y no me apena decirlo; la vejez que lo acosa me oprime el pecho y temo perderlo como si se me fuera la vida en ello, pero con mi padre no, no me pasa lo mismo.
Pero, por qué habría maldad en ello?
Qué no me amado más mi perro que mi padre?
Acaso no me ha consolado más, en mis agudas agonías, la mirada de mi fiel compañero, su cola menuda y andar juguetón. No me han dado más risas, su ternura invariable, su coraje ante al mundo y su infinita lealtad?
Qué no ha sido mi perro “mejor ser humano” que mi padre?
Si, por mucho lo ha sido, por mucho lo es! El me ha demostrado que es posible dar amor al mundo, aunque no lo recibas de él, que es posible reír cuando se quiere llorar solo por amor al otro, al otro que es tu igual, que es posible perdonar hasta las más grandes ofensas y cerrar el mal recuerdo con un abrazo, que solo basta estirar los brazos para recibir el amor del cielo envuelto en una bola de pelos unido a una cola de adorno café. El me ha demostrado que el amor sincero existe y que no debo dudarlo, aunque de momento solo lo haya visto en el.
Pero mi padre nunca me enseño del amor, nunca me enseño de la bondad, de la sonrisa que adorna el alma y que se apaga solo para ir a dormir.
Mi padre es un hombre duro como el mármol, impenetrable y oscuro, con marcados surcos en la frente que dejan, como consecuencia, el eterno seño fruncido, la ausente caricia y la muda palabra de amor.
Nacer mujer fue el pecado que a los ojos de mi padre me encadeno; pero mi perro me ama, sin importar mi apariencia, se alegra a mi tacto sin importar mi color, se desvive en afecto y no le interesa mi sexo, solo le importa mi corazón.
Ojala mi padre hubiese sido como mi perro, sin duda habría sido feliz.